La caseta arriscada

La caseta arriscada

 

por Juan Ignacio Cuesta
1. La caseta arriscada

Hablar de los rincones íntimos de esa sierra a la que, según unos, los romanos llamaron aquae dīrāma o, según otros, los árabes conocieron como wādī-r-raml, puede hacerse desde distintas sensibilidades. La más primaria, la eminentemente telúrica, será que la propia de quienes sientan hacia ella una relación materno filial. Quienes lo hagan desde el positivismo científico, habrán de reconocer que se encuentran ante un espacio prodigioso modelado en el tiempo por fuerzas titánicas de difícil imaginación, en un tiempo en que no hubo testigos humanos, hoy un espectáculo in perpetuum mobile. De la paleta del artista plástico brotarán las enigmáticas fuerzas que crearán la alquimia del más abigarrado cromatismo a plasmar en papeles, lienzos, chapas, trastos de todo tipo…, ¿quién sabe? Y, por terminar en algún punto cuando hay cientos, hacerlo desde la pasión del caminante, será lo mismo que sentir el más sencillo, pero intenso de los placeres espirituales y estéticos. Así suelen ser todas las patrias chicas de los hombres, seamos justos, pero también terruñeros con nuestra Sierra del Guadarrama que, de niño llamé cordillera Carpetana, por aquellos colonizadores que llegaron desde tierras norteñas en busca de hogar.
¿Por dónde empezar? ¿Cuál será para el escritor el lugar perfecto para iniciar esta andadura que quisiera fuera larga y prolífica? ¿Dónde nació ese impulso que hoy se plasma en estas líneas? Pues en mi caso concreto, junto a esa casetilla montaraz, proa del gran galeón que surca las nubes que es el pico Abantos, que los «gurriatos» conocen desde la cuna como Casita del Telégrafo.
Allí hubo calores, lluvias, noches, nevadas…; allí soñé de niño con ser casi un águila presta a volar hasta las fronteras Machotas, sobre un mar de castaños, robles, espinos albares, tilos, pinos, abetos, serbales, tejos, arces de Montpellier, lunarias, zarzamoras, digitaleras…, un hervidero vital que en los otoños se vuelve jardín del paraíso regado por el Aulencia, para quien experimenta la emoción de lo incomprensible y hermosa que resulta a veces la Creación.
En aquel lugar inhóspito para algunos, y temible en ciertos momentos de explosión eléctrica, forzaba los ojos en la distancia buscando distinguir las peñas de la mal llamada Silla de Felipe II, por cima de los «Ermitaños». Y es que los hubo en abundancia en la zona en ciertos tiempos, cuando algunos hombres dejaban el mundo en busca de un Dios primordial, también arriscado en sus corazones, mentes y espíritus en expectativa de infinito.

La Casita del Telégrafo, testigo de aventuras juveniles, algunas de ellas mejor dejarlas en el baúl del tiempo, cuando el volcán hormonal te convierte en ciervo en berrea buscando acomodo en el plan de una Naturaleza que busca perpetuarse en sus criaturas. Sala de conciertos de noches de estío, susurrando viejos cantos a la luz del firmamento, cuando casi sin pelusa en las piernas disfrutábamos del placer de la camaradería como boy-scouts. Días en que en nuestra particular «crónica del alba» senderiana, descubríamos todo un mundo y vislumbrábamos torpemente el futuro.
Lo solemne dice menos que lo humilde,
la quietud dice más que el movimiento,
las palabras dicen menos que los ruidos,
y los ruidos dicen menos que el silencio.

Así, más o menos, termina Desde el campo, de José María Gabriel y Galán, nacido en 1870, y vuelto su espíritu a los montes en 1905. Poema que tiene otro párrafo que sirve de testimonio verbal de sensaciones que he sentido en el pico Abantos.

Yo he pasado largas noches en la selva,
cabe el tronco perfumado del abeto,
escuchando los rumores del torrente,
y los trémulos bramidos de los ciervos,
y el aullido plañidero de la loba,
y las músicas errátiles del viento,
y el insólito graznido de los cárabos,

que parece carcajada del infierno.

 

Porque a pocos metros de este singular y escalador habitáculo, hay un pinar por el que, quienes vienen desde la presa del Romeral, suelen pasar para refrescarse, en una fuente, la del Cervunal. Su nombre viene de la Nardus stricta, una graminea herbácea que abunda por allí, sospechosa de haber recibido su nombre popular por ser alimento de ciervos o gacelas. Dice de la palabra nuestro más noble diccionario en su primera acepción, que es «perteneciente o relativo al ciervo».
El amor a todos estos sitios, nació en mi muy pronto, cuando aquel hombre sabio que se llamó Agapito Millán Valiño, mi abuelo, carpintero y botánico a su manera, me llevaba muchas tardes a beber de aquel agua tan fina como fresca. Improvisaba un vasuelo utilizando latas que los cazadores dejaban en el hueco de una piedra cercana, no porque fueran descuidados, sino conscientes de que alguien los usaría después. Incluso algunas de aquellas latas, se convirtieron en improvisadas capillas adheridas al tronco de algún pino, albergando una estampilla de alguna Virgen, quizá la de Gracia, o cualquier otra…, que importa. Había nacido a la vez que empezaba en Barcelona la edificación de la Sagrada Familia de Gaudí, y era un sabio silencioso y telépata, que me enseñó mucho de cuanto sé, pero sobre todo hizo nacer en mi una pasión que aún vibra con toda su intensidad, por la naturaleza y sus cosas. Así que puedo decir sin exagerar que la cima de Abantos fue mi cuna espiritual, a la que vuelo cuando puedo en busca de mis auténticas raíces. Mi padre, Ignacio, que hiciera la mili junto a la fuente del Seminario, nos acompañó en alguna ocasión.
Cuando se llega hasta la cruz que corona la cumbre de aquella montaña de 1.753 metros, según la altura del vértice geodésico cercano, el panorama es soberbio. La ladera pétrea se derrama sobre  las dehesas cubiertas de fresnos que se extienden hasta la cola del embalse de Valmayor. En frente todo el macizo, la Peñota, los Siete Picos, Guarramillas, Maliciosa, las Cabezas de Hierro, la Pedriza, el Telégrafo de Moralzarzal, la Sierra del Hoyo. En los atardeceros brumosos, la superposición de horizontes de infinitas tonalidades de índigo es asombrosa y extraordinariamente relajante.
Cerca discurre la tapia que rodea Cuelgamuros, desde la que se pueden ver los restos del viejo pozo de la Nieve, y a lo lejos la Cruz de los Caídos que corona la tumba de su promotor, un gallego suspicaz sobre el que corren demasiadas leyendas, y que la historia aún ha de juzgar convenientemente. Sus restos hoy están junto a los de José Antonio Primo de Rivera, que de haber sobrevivido a la Guerra Civil, seguro hubiera sido su principal oponente. Una ucronía, desde luego.
El pico Abantos, que recibe su nombre por la presencia de ciertas rapaces, como los alimoches (neophron percnopterus) es, como sucede con tantos sitios de esta sierra, un lugar donde en ocasiones se puede sentir todo el poder y la soledad de la alta montaña. Un lugar inhóspito donde fue a refugiarse alguien a quien se llamó el «Renegado». Otro ermitaño del que Adolfo R. Abascal, en 65 rincones escurialenses, dice que le recordaban como «enjuto, con poblada barba, carácter duro, mirada punzante y semblante altivo». Estar completamente aislado del mundo, incluso hasta en un invierno especialmente duro, tener que comerse todo cuanto estaba a su mano, incluida una burra, y a la vez tener una visión del mundo propia de las águilas. Un curioso contraste que nos habla de la pequeñez del hombre ante cuanto le rodea.
Tanto mi abuelo, como mi padre amaban aquellos paisajes, que eran en definitiva los suyos, el receptáculo de sus sentimientos más pegados a la tierra. Tras su tránsito, uno hace muchos años, y el otro recientemente, ambos descansan juntos en las laderas de esta montaña. En el pequeño cementerio en el que duermen muchos de mis antepasados.
Seguiremos yendo a lugares como este del prodigioso Sistema Central. Hoy descendemos hacia la Herrería para descansar junto a un frondoso fresno, cerca del Monasterio que próximamente visitaremos de una forma distinta a la habitual, más cercana a las ideas del rey que lo mandó construir.
El tibio atardecer adormece, y en el ensueño, parecen resonar los ecos del Ave María de Tomás Luis de Vitoria, lejanos, pero que siempre me hacen estremecerme.
Juan Ignacio Cuesta

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